11 de junio de 2016

LA DOCTRINA SOCIAL DE ROCKEFELLER

El líder de uno de los imperios económicos más poderosos del planeta sostiene que la desaparición del Estado benefactor obliga a los empresarios a asumir un nuevo compromiso con la sociedad, que va más allá del manejo eficaz y honesto de un negocio. Deben contribuir, dice, a solucionar problemas como la desocupación, y no pensar sólo en sus ganancias.

RID, (ABC).- En una conferencia dictada en el Club Económico de Nueva York, David Rockefeller sorprendió a más de un asistente con algunas reflexiones acerca de los cambios que deben afrontar los líderes actuales de la comunidad empresarial y financiera.

Basándose única y exclusivamente en su experiencia de cinco largas décadas al frente de todo un imperio, el señor Rockefeller empezó por enfatizar en la necesidad que tienen los empresarios de hoy de asumir que sus responsabilidades van bastante más allá del simple manejo eficaz, honesto y rentable de un negocio.



¿Por qué? Pues, para empezar, porque la rapidez de los cambios tecnológicos entraña la obsolescencia de muchas prácticas habituales y toda una reestructuración de las empresas cuyo resultado es, por cierto, el desempleo.

Paralelamente, hay todo un conjunto de hechos políticos que requieren de la cooperación muy estrecha de los sectores público y privado. En primer lugar, la revolución democrática que viene recorriendo el mundo desde mediados de los ochenta ha traído consigo un énfasis en el papel del individuo y de las instituciones privadas por encima del de los Estados. Por ello, los líderes empresariales deben participar activamente en este proceso.

En segundo lugar, el reconocimiento creciente, tanto en los Estados Unidos como en Europa, de que el "Estado benefactor" y los programas de ayuda social introducidos en los años treinta ya no son sustentables ni mucho menos efectivos.

Una nueva era

Los líderes empresariales han promovido, en los últimos años, un movimiento tan grande para reducir el papel de los gobiernos federales o centrales, trasladando algunas de sus responsabilidades hacia el nivel local y el sector privado. Este proceso está en curso, en la actualidad, y por ello los empresarios tienen que asumir la responsabilidad de colaborar en la búsqueda de nuevas soluciones para aquellos problemas que, hasta el presente, incumbían únicamente a los gobiernos. En fin, "una nueva era", según David Rockefeller, en la cual asistimos a un profundo proceso de transformación de la forma en que vivimos, nos gobernamos y hacemos nuestros negocios, y que obliga a los empresarios a desempeñar un papel muy activo en este proceso de cambio, por su propio interés. Es preciso, pues, revivir un sentido social y colectivo de la responsabilidad pública, una práctica que parece haber perdido relevancia en la manera de hacer los negocios, estos últimos años, exaltando en su lugar la presión y la competitividad hasta límites que algunos consideran sencillamente crueles. Pero hay algo peor aún, y es que a medida que se tiende a una reducción de los Estados, para agilizarlos y darles su real dimensión, las empresas han empezado a convertirse en enormes e ineficaces burocracias. Y la consecuencia, por supuesto, es que en el mundo entero asistimos a la dura alternativa de crecer o morir con que se enfrentan los más diversos tipos de industrias, desde los transportes hasta las telecomunicaciones, de la venta minorista a la manufactura y desde los seguros hasta la banca.
Este fenómeno no es nuevo, sin embargo, y David Rockefeller nos recuerda que el "santo patrón" de la reestructuración fue el economista austríaco Joseph Schumpeter, quien habló por primera vez de la "destrucción creativa", al calificar la naturaleza dinámica del capitalismo. Schumpeter señalaba que el capitalismo vive en una situación de revolución constante, en la que los nuevos productos reemplazan a los viejos, los métodos innovadores a los tradicionales, las empresas que progresan a las que quedan rezagadas, y los trabajadores calificados a aquellos cuyas habilidades van resultando anticuadas y obsoletas.

Siguiendo a Schumpeter, que fue su profesor en Harvard hace ya más de cincuenta años, David Rockefeller habla de la necesidad de que el capitalismo funcione para el bien común, comprometiéndose para ello con el cambio y reconociendo el alto precio en términos humanos que conlleva la necesaria reestructuración a la que estamos asistiendo, en vista de que con demasiada frecuencia el proceso ha sido manejado de forma totalmente inhumana.

Como resultado, las grandes corporaciones y las personas que las dirigen, sobre todo, corren el riesgo de convertirse nuevamente en "el enemigo" y "el explotador" o "el delincuente", en los medios de comunicación masiva, ya que sus ingresos se hacen cada vez mayores en momentos en que las empresas que manejan están despidiendo a miles de personas.

No sólo ganancias

Cito aquí al propio Rockefeller: "Déjenme aclarar que, como graduado en Economía en la Universidad de Chicago, yo defiendo la importancia de las ganancias. Pero siendo tan esenciales como son, las utilidades no son -y nunca deben ser- la única motivación de los líderes empresariales. Y cuando leo sobre altos ejecutivos que no plantean sus problemas de personal con humanidad y sensibilidad sino con mazos y sierras eléctricas, me temo que hemos perdido la visión de otras responsabilidades -igualmente importantes- que nuestras empresas deben asumir.

Los líderes empresariales deben tomar decisiones que afecten positivamente no sólo sus balances y estados financieros, sino también las necesidades de sus trabajadores y de la comunidad.

"En este contexto, recuerdo a Friedrich von Hayek, otro profesor que me enseñó en el London School of Economics. (...) Hayek, como individuo, carecía del carisma y joie de vivre de Schumpeter. Era más desalmado, más ponderado, más metódico: algunos dirían que era un tipo de economista más tradicional. Sin embargo, Hayek compartía la fe de Schumpeter en el mercado como el mecanismo más confiable para distribuir recursos y asegurar un crecimiento económico sólido. Aunque Hayek condenaba la interferencia del gobierno, creía que el Estado tenía un rol limitado, si bien importante, en el proceso económico: el de establecer las reglas de juego, y ser juez y garante de un orden social justo y equitativo."

El capital humano

Lo realmente preocupante, hoy, es ver cómo estando los gobiernos encaminados en la dirección que Hayek creía acertada, el péndulo político puede moverse hacia atrás, con el consiguiente desencanto de los ciudadanos ante el mundo empresarial y la exigencia, nuevamente, de que los gobiernos reasuman su rol anterior.

Tal cosa obliga a los empresarios a aceptar nuevos desafíos y a resolver muchos problemas sociales, como la educación, las drogas, la delincuencia y la vivienda. La pregunta, para David Rockefeller, es ésta: ¿Qué pueden hacer los líderes de los negocios para abordar creativamente las necesidades sociales y, de paso, mejorar la imagen actual de las empresas?

Y las respuestas son las siguientes: los empresarios de hoy tienen, como nunca antes, una responsabilidad ante la sociedad que va bastante más lejos que la simple maximización de las ganancias de los accionistas. Y esto es posible sólo mediante una aproximación más cívica, humana, y sensible al complejo proceso de la reestructuración empresarial.

Es preciso, pues, desarrollar formas innovadoras de construir "capital humano" a través de la inversión para el futuro de los trabajadores, en lugar del recorte precipitado y negligente de costos y personas, con el ojo puesto exclusivamente en unas utilidades a corto plazo. Al respecto, es indispensable que los fríos analistas de Wall Street y la prensa empresarial comiencen a ampliar su propia definición -totalmente limitada- del rendimiento de las empresas para incluir su dimensión social.

Por otro lado, los líderes empresariales deben reasumir el papel de lo que antes se llamaba "empresarios estadistas", y no sólo dedicarse, como es cada vez más frecuente desde hace unos años, a hacer más y más dinero, dejando por completo de lado las actividades cívicas y sociales y desarraigándose de sus sociedades hasta llegar a ser desleales con ellas. El peligro, si esta actitud continúa, es que la opinión de los empresarios pese cada día menos en los asuntos importantes de cada día, hasta quedar finalmente marginados y sin autoridad moral alguna para exigir que el pueblo y los gobiernos los escuchen.

Por ello, los líderes empresariales deben ampliar su apoyo financiero a las instituciones culturales y sociales, en la misma medida en que el Estado ha recortado ese apoyo.

En este contexto, David Rockefeller les exige a los líderes empresariales que no sean primero empresarios y luego filántropos, cayendo en lo que califica de "reestructuración filantrópica", sino que sean, como lo fueron su padre y su abuelo, empresarios y filántropos al mismo tiempo. En fin, sólo nos cabe esperar que las ideas de este miembro de la ya mítica familia Rockefeller sirvan para despejar el negro horizonte que nos vaticina el economista Lester C. Thurow en su más reciente libro, El futuro del capitalismo.

El reloj de la historia

Algunas veces, para llegar al futuro hay que volver al pasado. La propuesta de Rockefeller es que, ahora que el Estado se ha retirado del intervencionismo económico a través de un proceso de privatizaciones de alcance global, la empresa privada debe retomar la preocupación por los problemas sociales que conoció en sus orígenes, pero que había llegado a ser, hasta ayer nomás, preocupación central del Estado.

Pero lo que propone Rockefeller es lo que pasaba justamente cuando nació el capitalismo. Lo que a veces se olvida es que las grandes figuras liberales que le dieron su marco teórico al capitalismo eran profundamente religiosas.

La Edad Moderna nació en medio de un clima predominantemente calvinista y puritano. Cuando Adam Smith postulaba, por ejemplo, la primacía del mercado sobre el Estado, suponía que los protagonistas privados del mercado, los empresarios de su tiempo, estaban imbuidos de una intensa religiosidad. Como toda creación humana, el mercado es imperfecto. Impulsa el crecimiento económico a través de la competencia, pero también ignora un tendal de "perdedores" cuyo horizonte ya no es competir, sino recibir asistencia social: ancianos, niños, desempleados, enfermos... Smith y los suyos suponían que esta tarea social complementaria del mercado estaría a cargo de los propios "ganadores" en la competencia en virtud de una obligación de conciencia de raíz religiosa. Siempre se necesitan benefactores. En el esquema liberal originario, los benefactores serían privados.

Pero a esta hora inaugural del capitalismo la sucedió el revisionismo socialista. Su principal construcción fue lo que dio en llamarse el Estado benefactor, que sustituyó gradualmente a los filántropos privados en la atención de los "perdedores" del mercado. Pero hizo algo más: se metió dentro del mercado, regulándolo a un punto tal que destruyó su energía creadora. Ya sabemos lo que ocurrió después. En tanto la energía privada de los empresarios decaía, dando lugar al estancamiento económico, la ineficacia estatal trajo consigo otros males que también conocemos: la inflación, la burocracia, la corrupción...

Fue así que, hacia los años setenta, algunos pensadores como Milton Friedman, James Buchanan, Frederick Hayek y Roberto Nozick reclamaron el regreso del mercado. A partir de líderes políticos como Thatcher y Reagan -entre nosotros, Menem y Cavallo- ese regreso se ha producido. Trajo consigo la revitalización de la vida económica, pero también deja a la vista un peligroso vacío: el vacío social.

Desarticulado, privatizado, el Estado fue abandonando su acción social. Los empresarios privados tampoco la atienden debidamente porque hace décadas que la delegaron en el Estado. ¿Quién se ocupará a partir de ahora de los perdedores y los excluidos? ¿Quién atenderá las exigencias de la salud, la educación y la seguridad social?

Rockefeller contesta a esta angustiosa pregunta con una invitación a todos a volver cuanto antes a las raíces religiosas y morales del capitalismo. Si ya no es el Estado, tendrían que ser los propios "ganadores" del mercado quienes se ocupen de los que no pueden competir porque están desocupados o enfermos, porque son demasiado jóvenes o demasiado viejos para hacerlo. Pero la audaz propuesta de Rockefeller plantea un arduo problema. Ese renacimiento religioso y moral en el cual confía, ¿es viable en medio del consumismo y la irreligiosidad de la civilización contemporánea?

Por Mariano Grondona (c) La Nación

El nombre del dinero

El hombre que hoy llama a las empresas a un compromiso social no es un hombre cualquiera. Tampoco es tan sólo un empresario riquísimo, que amasa una fortuna de 1400 millones de dólares. David Rockefeller es, en todo el mundo, el nombre del dinero, el nombre del poder.

Nacido hace 81 años en el seno de una de las familias más acaudaladas de los Estados Unidos, como que su abuelo, John Davidson, fue el fundador de la mítica petrolera Standard Oil, Rockefeller llegó a ser presidente del tercer banco más grande del mundo, el Chase Manhattan, y el primero de su dinastía en abrir una sucursal en la calle Karl Marx de la Moscú soviética.

Como la mayoría de los integrantes de su clan, siempre hizo bastante para proyectar y extender las riquezas de las empresas familiares, pero también, sobre todo en la segunda mitad de este siglo, ha sido la cara Rockefeller para incrementar las actividades filantrópicas, que han sido la característica de ese apellido. El propio John Davidson, en 1913, que en esa época soportaba duras críticas por su actitud férreamente capitalista, promovió esa tradición, cuando puso la piedras basales de la Fundación Rockefeller y de la Universidad de Chicago, casa de estudios que luego conocería fama mundial debido a sus cátedras de economía. Sus graduados fueron denominados como los Chicago Boys. Cinco de los seis últimos Premio Nobel de Economía salieron de sus aulas.

La Fundación Rockefeller tiene hoy un presupuesto 100 millones de dólares anuales que se distribuyen en becas, conferencias y, principalmente, en la promoción de políticas para el desarrollo ambiental, arte, humanidades, iniciativas para el Tercer Mundo y cuestiones de demografía.

Con una formación en historia inglesa, literatura y economía en Harvard, David se doctoró luego en la London School of Economics.

El interés social lo sedujo desde el inicio de su vida profesional. Durante un largo período, apoyado por su familia, se dedicó al trabajo de asistente social recorriendo pensiones del este de Nueva York, donde se lo podía ver comiendo sopa de cereales y bacalao con los desocupados.

El conglomerado Rockefeller sigue teniendo como base de su poderío económico el negocio petrolero. A él pertenecen las dos más grandes compañías del ramo mundial, la Exxon y la Mobil. Otras firmas claves del grupo son la Consolidated Natural Gas y la Navistar International, que fabrica tractores y chasis para vehículos escolares, tan familiares en las películas norteamericanas.

El imperio familiar montó su sede en el corazón mismo de Manhattan, en New York. Allí se alza, majestuoso, el Rockefeller Center, un conglomerado de edificios del que hoy, no obstante, sólo conserva una parte. El resto fue vendido a la Mitsubishi.

David tuvo seis hijos con Margaret McGrath. Siguiendo la tradición familiar, no se cansó de publicitar las enseñanzas que les dio a los niños en materia de dinero. "Los pequeños deben pensar en centavos. No se los debe perjudicar dándoles mucho dinero. Tan pronto como mis hermanos y yo comenzamos a gastar, debíamos llevar libros contables anotando en qué lo hacíamos."

Colecciona mariposas, navega, compra pintura abstracta para sus oficinas neoyorquinas y su filosofía personal se resume en la siguiente tesis, que escribió en Chicago: "El súmmum de lo bueno es lograr nuestros propósitos con el máximo de libertad individual, que consiste en llevar una conducta que no sea predatoria o antisocial".

Rockefeller no está solo

A la hora de señalar hacia dónde debe marchar el sistema capitalista para sobrevivir, David Rockefeller se encuentra muy lejos de estar solo. Y lo curioso es que muchas de las opiniones no provienen precisamente de personas que podrían catalogarse como de izquierda.

Tal es el caso de otro multimillonario, George Soros, el megaempresario húngaro que tiene parte de su fortuna invertida en la Argentina. Pero Soros fue más allá: calificó al capitalismo exacerbado como una amenaza para el sistema democrático.

Las reacciones no se hicieron esperar. El escritor peruano Mario Vargas Llosa sostuvo, en un artículo publicado por La Nación, que Soros "lo hace muchísimo mejor ejerciendo de capitalista que reflexionando y predicando sobre el sistema al que le debe ser millonario".

Parecería que, derrumbado el comunismo y sin un enemigo claro a la vista, el modelo económico que se impuso en gran parte del mundo occidental comienza a sufrir contradicciones en su propio seno. Desde su libro El futuro del capitalismo, Lester Thurow afirma que junto con los enemigos desaparecieron también las certezas de este sistema: el libre mercado ya no asegura el crecimiento, ni la estabilidad financiera, ni el pleno empleo. Edward Luttwak, ex asesor del Departamento de Estado de los Estados Unidos, dice que la convicción según la cual los viejos empleos no se pierden sino que son reemplazados por ocupaciones nuevas y mejor remuneradas es falsa.

Argumenta que es cierto que, por lo menos en los Estados Unidos, los últimos tiempos han visto el surgimiento de infinidad de nuevas empresas, generalmente dedicadas a la informática, que ofrecen empleos muy bien remunerados e inexistentes hasta hace algunos años. El problema es que estas empresas -los nuevos titanes, según Luttwak- funcionan con muy pocos empleados; muchos menos de los que son despedidos de los viejos titanes, como la General Motors.

Luttwak lo resume en una frase: "Las tecnologías de la información son devoradoras de trabajo". Desde el otro lado del océano Atlántico, en Francia, el último libro de Viviane Forrester, que a poco de aparecer ya vendió 300.000 ejemplares, va por esa vía. Su título, El horror económico, es bien explícito, y su tesis, un tanto apocalíptica: la falta de trabajo no es coyuntural y millones de seres humanos serán, en un futuro, innecesarios. "Descubrimos -dice- que hay algo peor que la explotación del hombre: la ausencia de explotación; que el conjunto de los seres humanos sea considerado superfluo y que cada uno de los que integra ese conjunto tiemble ante la perspectiva de no seguir siendo explotable."

Las preocupaciones de Rockefeller y Soros parecen, pues, inscribirse en una inquietud global. Desde esa perspectiva, el "fin de la historia" proclamado por Francis Fukuyama -es decir, el triunfo final de la ideología liberal-capitalista- acaso no esté tan cercano.

Nicolás Cassese

Reflexiones criollas

Santiago Soldati

El prolongado proceso de estatismo que vivió la Argentina durante unos 50 años ocasionó retrasos de toda índole, incluido, naturalmente, el social.

Nosotros también tuvimos nuestro Estado benefactor, que incluyó a lo largo de años mecanismos de ayuda social como el sistema de distribución de los fondos de jubilación, que fueron reiteradamente aplicados a otros fines. No muchos en aquellos años advirtieron que esas prestaciones primero se devaluarían y luego llegarían a un punto que afectó seriamente al conjunto del Estado. Ese momento fue, precisamente, la base del lanzamiento de la reforma de principios de esta década. Cuando el Gobierno, con el consenso de la ciudadanía, resolvió encarar la gran transformación, la necesaria e imprescindible transformación, no cabían muchas alternativas.

A diferencia de lo que dice Rockefeller que ocurre en los Estados Unidos, los empresarios argentinos nos encontramos hoy debatiendo estrategias políticas y medidas tendientes a que los beneficios de la transformación, en un futuro cercano, ayuden especialmente a la generación de nuevos puestos de trabajo que alcancen a la mayor parte de la sociedad.

Es posible que en sociedades más evolucionadas, como la norteamericana, al haberse alcanzado un status social de mayor desarrollo, los empresarios se hayan desentendido algo de las responsabilidades que les competen, más allá de los resultados de sus empresas. En la Argentina, en cambio, estamos demostrando -por medio de acciones concretas de instituciones intermedias- nuestro compromiso con la sociedad, sin eludir nuestra parte de responsabilidad por aquel atraso de 50 años y por las consecuencias no deseadas que en el camino de una mejor calidad de vida está ocasionando el ajuste.

(*) Presidente de Sociedad Comercial del Plata

Salvador Carbó

Los empresarios que actuamos en la Argentina no podemos menos que aplaudir las propuestas de Rockefeller y, adaptadas a las circunstancias locales, procurar aplicarlas.

La revolución económica que se está produciendo en el mundo, que algunos califican como período de Information Technology (" The world Economy" en The Economist 29/9/96), implica un profundo reacomodamiento de las naciones y de las empresas: competencia global e imperiosa necesidad de mejorar la productividad. Frente a ello, las empresas deben preguntarse cómo actuar para buscar soluciones a los problemas que genera esta revolución y no limitarse a manejar los negocios con "mazos y sierras", como dice Rockefeller. Este período de Information Technology a largo plazo mejorará los niveles de vida, pero a corto provoca problemas varios, mencionados por él.

Además de buscar alivio a esta coyuntura, las empresas permanentemente deben volcar a su comunidad esfuerzos de integración, colaboración de todo tipo, desde ayuda alimentaria al apoyo a la investigación. Está demostrado en todo el mundo que una empresa considerada "amiga" de su comunidad está mejor posicionada que otra que no lo es.

En el caso particular de nuestro grupo, la Fundación Bunge y Born actúa desde 1963 para la comunidad argentina en varios campos, desde premios a la investigación científica hasta ayuda a 720 escuelas del Interior. Para toda esta actividad altruista de las empresas me parece que deben tenerse en cuenta cuestiones locales. Las reflexiones del Sr. Rockefeller son dadas en el contexto norteamericano, con una competencia global y con una legislación impositiva que impulsa a las empresas a ese altruismo.

Aquí, las empresas, además de afrontar una competencia semejante a la de los Estados Unidos, deben lidiar, por ejemplo, con competidores que evaden impuestos y reglamentaciones sanitarias. Por otra parte, cualquier acto de donación es, en principio, sospechoso frente a las autoridades tributarias.

(*) Vicepresidente de Molinos Río de la Plata. Bunge y Born.

Eduardo Baglietto

David Rockefeller hace un excelente diagnóstico de la realidad que estamos viviendo. Pero plantea una solución que no me parece buena para terminar con el mal. Tiene mucho de "wishfull thinking", el pensamiento de reestructuración filantrópica.

No está claro cuál es la solución. La ley fundamental que permitió el flujo fue "maximizar el profit": que caigan las empresas débiles y sobrevivan las fuertes. Todo esto anduvo fantásticamente bien y permitió un crecimiento insospechado del capitalismo y la tecnología. Pero las grandes corporaciones siguen creciendo y devorándose unas a otras, para ser menos corporaciones y más grandes. El gigantismo parece imposible de frenar, y las leyes del mercado que sirvieron en cierta escala no son igualmente útiles para regir el juego de gigantes.

En la Argentina, que en los últimos años siguió al resto del mundo en su apertura de mercado y privatizaciones, las empresas no tienen otro camino que modernizarse tecnológicamente y bajar sus costos de producción. No pueden tener ni máquinas ni hombres de baja productividad.

La actualización de máquinas es positiva. La reestructuración del personal conduce a importantes reducciones de su plantel y, lo que es peor, deja a muchas personas, acostumbradas a trabajar dentro de un marco protector y estatista, sin posibilidad de llegar a nuevas fuentes de trabajo. Esta es la parte triste de la modernización.

Es deber del empresariado argentino y de las autoridades solucionar este problema social. La solución pasa por mayor inversión y mayor capacitación. El desarrollo que acompaña estas acciones lleva implícito una positiva faz social. Esto no puede ser ignorado por el empresariado, que tiene la obligación de influir en las autoridades y en la sociedad para lograr estos desarrollos que compensen las desviaciones propias de la competencia.

(*) Vicepresidente de Techint

Fuente: La Nación


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